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El domingo 27 a las 15.30 paseaba con mis amigos por la rue des Rosiers, en Paris, cuando alguien que venía de frente y a quien ni siquiera ví, me dio un puñetazo en la cara que me hizo caer al suelo, perdiendo el conocimiento unos segundos.
Cuando recuperé el sentido sólo podía oír los gritos de mi amiga increpando a mi agresor que salió corriendo al verse recriminado. Un grupo de turistas me cercaba interesándose por mi estado, ofreciéndome un pañuelo en el que, por sus manchas al limpiarme, descubrí que sangraba por alguna parte de mi cara.
El círculo de espectadores se agrandaba alrededor mío, sobre todo por jóvenes con caras más de curiosidad que de preocupación; un hombre de edad, barba blanca y sombrero, salió de su tienda, en cuya puerta me había desplomado, para preguntar por mi estado sin demasiado entusiasmo. Entusiasmo que no le faltó para mandar callar e irse a uno de los jóvenes que mi amiga había reconocido como acompañante de mi agresor. Un hombre de treinta años, con ademanes de representar alguna autoridad, demandaba explicaciones tanto a mi como a mi amiga. Ella y yo compartíamos el mismo afán de comprender lo sucedido, una vez descartado el robo. Para mi el buscar explicaciones, mientras mi cabeza se convertía en una bolsa de arena y sentía que mi pierna izquierda dejaba existir, parecía ser la única forma de apaciguar mi dolor.
El motivo brotó, entre el caos pétreo en el que se amalgamaba mi cabeza y mi equilibrio, rápidamente: una kufiya (pañuelo palestino) de bordados verdes, que llevaba anudada al cuello para protegerme del frió, había herido la sensibilidad de algún, por mi dolor que conste de los mas fuertes, vigilante del barrio. Mi kufiya le había provocado hasta el extremo de, sin mediar palabra y con un casco de moto en la cabeza para no ver sus ojos, darme de sopetón un puñetazo en la cara con la única y clara intención y deseo de hacerme daño, mucho daño: doy fe de que lo logró.
Cuando le cuestionamos al de ademanes de controlador sobre si el motivo de la agresión había podido ser el pañuelo, que yo ya empezaba a ocultar bajo el cuello de mi chaquetón, respondió como admirándose de nuestra sagacidad, que podía ser, que como no se le había ocurrido antes. La llegada de la policía provoco la dispersión del círculo. Preguntas, identificación, más preguntas, más identificación mientras el dolor crecía abonado por la sensación de injusticia, de incomprensión.
La llegada de la ambulancia, que conjugada al dolor de mi pierna se me antojó eterna, puso fin al capítulo por mi protagonizado, para continuar con el de mis amigos, que vueltos a ser rodeados por los jóvenes guardianes del barrio, empezaban su peritaje en la cartografía del miedo. Tuvieron que ser evacuados en sendos coches de la policía entre los insultos y gestos ofensivos de los dolidos defensores de su guettho profanado por mi kufiya.
Hay que alejarse de las veleidades iconoclastas. Tras los símbolos no solo hay creencias e historia, también hay sufrimiento. Y el sufrimiento se debe conocer como se conocen la historia y la cultura. Los símbolos se odian y se adoran. Pero nunca devienen asépticos, todos tienen una carga de sangre y dolor que, cuando menos, debería hacer reflexionar a las personas.
Es humano, pues, que a la gente ciertos símbolos les produzcan malos recuerdos, dolor, deseo de venganza o cualquier otro tipo de afectación. Pero no es menos humano utilizar otros órdenes que no sean solo los sentimientos en su lectura: el lugar, el tiempo…, quién los porta, a quién están dirigidos. La violencia, aunque humana, se caracteriza por fluir en un solo orden: el de las pasiones, el del sufrimiento.
Sé, y soy consciente, de la provocación que puede suponer llevar una prenda adscrita al enemigo en un terreno no neutral y al que hay que cuidar y defender. Pero, ¿es ésta la forma de hacerlo? Uno de los jóvenes guardianes del barrio dijo que no era muy inteligente pasearse por esa calle con un pañuelo palestino. Pero ¿Es la violencia la forma de acabar con la estulticia? ¿No hubiera bastado con una amonestación verbal? ¿Es el dolor y el daño el peaje a pagar por la inconsciencia o la ingenuidad? ¿Una prenda convierte a su portador en un terrorista? ¿Un puñetazo a quien la lleva nos defiende de algo?
Yo, aunque me duela, seguiré soñando en una mesa, ante un buen cordero, en el que las kufiyas y las kipas nos distingan pero no nos diferencien ni nos enfrenten.
Sejo Carrascosa / bebertxo@yahoo.es