- Pedro Carmona, activista gay
- Diagonal, n. 11 [2005-07-21], p. 38
El matrimonio entre personas del mismo sexo nunca ha sido una demanda prioritaria del conjunto de gays y lesbianas del Estado español. Tampoco lo ha sido del movimiento LGBT en su totalidad. Si bien podemos felicitarnos de que ahora todo el mundo tiene el mismo derecho a cometer el error de casarse (y ello implica la consecución de cierto grado de libertad y de ventajas administrativas que hasta ahora se nos negaban), much*s todavía nos estamos preguntando el porqué de este frenesí del Gobierno y de ciertos profesionales de la militancia rosa, en lugar de haber emprendido acciones más urgentes: consideración de la homofobia como delito, plan contra la homofobia en la escuela, educación no heterosexista, regulación de las doctrinas religiosas que atentan contra la homosexualidad, atención sanitaria sin prejuicios por opción sexual, freno a las agresiones físicas y psíquicas, tratamiento no estereotipado en los medios de comunicación y la publicidad, atención específica a personas LGTB de la tercera edad, y una respuesta integral a las necesidades de las personas transgénero, entre otras.
Un motivo adicional para felicitarnos ha sido el que alrededor de la nueva ley de matrimonio ciertos sectores sociales se han puesto en ridículo a sí mismos: la superstición casposa de unos obispos desacreditados; políticos populares; periodistas conservadores... Toda la derecha española ha mostrado, de nuevo, su verdadero rostro intransigente. No han sido los únicos que han hecho el ridículo. Los colectivos LGBT reformistas se apresuran a colgarse medallas en el pecho y a atribuirse el mérito: "han sido muchos años de lucha". A muchos no se nos escapa su oposición inicial a exigir el derecho al matrimonio: entraron dócilmente al juego de las rebajas y aceptaron con los ojos cerrados las devaluadas "leyes de parejas de hecho" hasta hace muy poco. En esta claudicación a priori, los colectivos LGTB moderados insultaban con epítetos tales como "maximalistas", "antisociales" y extremistas" al sector más revolucionario del movimiento LGTB, que defendía que "la regulación de las parejas del mismo sexo no es prioritaria, pero si se realiza, ha de ser como matrimonio y no como uniones de segunda clase". Esto parecen haberlo olvidado COGAM, la FELGT, Fundación Triángulo, Coordinadora Gay-Lesbiana, COLEGA, pero ocurría hace menos de 10 años. Recordar estas cosas es importante.
También, por qué no, señalar el ridículo que han hecho tantas compañeras y, sobre todo, tantos compañeros heterosexuales que se han acordado de declararse contrarios a la institución matrimonial por opresiva y alienante sólo cuando los gays y las lesbianas iban a acceder a ella, sin nunca antes haber movido un dedo contra el matrimonio heterosexual. Orgullo hetero en estado puro pero, eso sí, en plan progre.
En este carnaval de despropósitos, nos queda la sensación agridulce de un pequeño avance social que, sin embargo, nos condena a emparejarnos para poder acceder a nuestros derechos –para l*s solter*s nada ha cambiado–, y que puede servir de excusa a la clase política para dar por despachadas las demandas del movimiento LGTB. Esto último es lo realmente preocupante. El nuevo marco legal puede ser el elemento desmovilizador de un sector social aún enormemente discriminado. Pero seamos optimistas: pensemos que no ha sido el último logro del movimiento LGTB, sino sólo uno más –el más inocuo. En tal caso, saludemos la nueva ley, pero ponderándola en sus justos términos, porque es secundaria. Ahora, dediquémonos a luchar por las cosas importantes.